El verificacionismo, también conocido como principio de verificación o criterio de verificabilidad del significado, es una doctrina filosófica que transformó profundamente la manera en que entendemos el conocimiento, el lenguaje y la ciencia en el siglo XX. Su idea central es contundente: una afirmación solo tiene sentido si puede ser verificada empíricamente a través de la experiencia sensorial, o si es lógicamente verdadera, como ocurre en las tautologías de la lógica formal o las matemáticas.
Desde esta perspectiva, los enunciados deben ser empíricamente verificables o analíticamente ciertos para considerarse cognitivamente significativos. Todo lo que no pueda ser puesto a prueba a través de la observación o que no sea una verdad lógica queda, bajo este criterio, fuera del ámbito de lo significativo en términos científicos. Es decir, no solo sería “falso”, sino incluso sin sentido desde el punto de vista del conocimiento racional.
Este enfoque llevó al verificacionismo a rechazar rotundamente afirmaciones propias de campos como la metafísica, la teología, la ética normativa o la estética, pues todas ellas hacen proposiciones que, según los verificacionistas, no pueden ser comprobadas ni a través de los sentidos ni mediante operaciones lógicas. A juicio del positivismo lógico —corriente filosófica que dio origen al verificacionismo—, tales afirmaciones pueden tener valor emocional, expresivo o simbólico, pero no pueden considerarse científicas ni racionales en sentido estricto.
El verificacionismo fue, de hecho, la tesis central del Círculo de Viena, un influyente grupo de pensadores del positivismo lógico que buscaba limpiar el lenguaje de la ciencia de toda ambigüedad metafísica. No obstante, con el tiempo, incluso los propios representantes de esta corriente reconocieron que el criterio de verificabilidad era demasiado rígido y que muchas afirmaciones útiles —incluso en ciencias empíricas— no podían ser verificadas directamente, sino solo confirmadas parcialmente o falsadas.
A pesar de sus límites, el verificacionismo dejó una huella decisiva en la filosofía de la ciencia. Nos obligó a pensar críticamente sobre qué entendemos por conocimiento válido, cómo diferenciamos lo científico de lo especulativo y cuál es el papel del lenguaje en la construcción de la verdad. En cierto modo, el legado del verificacionismo no está en su dogmatismo original, sino en el desafío que nos plantea: ¿cómo sabemos que lo que decimos tiene sentido? ¿Qué criterios usamos para darle valor de verdad a una afirmación? ¿Y cómo podemos distinguir entre lo que puede ser conocido y lo que solo puede ser creído?
En tiempos donde abundan las opiniones sin fundamento, las posverdades y los discursos emocionales disfrazados de hechos, recuperar la exigencia crítica del verificacionismo puede ser un ejercicio saludable. No para excluir todo lo que no pueda probarse, sino para recordar que el pensamiento riguroso comienza cuando nos preguntamos: ¿cómo sabemos lo que decimos que sabemos?