sábado, 12 de julio de 2025

EL VERIFICACIONISMO

 El verificacionismo, también conocido como principio de verificación o criterio de verificabilidad del significado, es una doctrina filosófica que transformó profundamente la manera en que entendemos el conocimiento, el lenguaje y la ciencia en el siglo XX. Su idea central es contundente: una afirmación solo tiene sentido si puede ser verificada empíricamente a través de la experiencia sensorial, o si es lógicamente verdadera, como ocurre en las tautologías de la lógica formal o las matemáticas.

Desde esta perspectiva, los enunciados deben ser empíricamente verificables o analíticamente ciertos para considerarse cognitivamente significativos. Todo lo que no pueda ser puesto a prueba a través de la observación o que no sea una verdad lógica queda, bajo este criterio, fuera del ámbito de lo significativo en términos científicos. Es decir, no solo sería “falso”, sino incluso sin sentido desde el punto de vista del conocimiento racional.

Este enfoque llevó al verificacionismo a rechazar rotundamente afirmaciones propias de campos como la metafísica, la teología, la ética normativa o la estética, pues todas ellas hacen proposiciones que, según los verificacionistas, no pueden ser comprobadas ni a través de los sentidos ni mediante operaciones lógicas. A juicio del positivismo lógico —corriente filosófica que dio origen al verificacionismo—, tales afirmaciones pueden tener valor emocional, expresivo o simbólico, pero no pueden considerarse científicas ni racionales en sentido estricto.

El verificacionismo fue, de hecho, la tesis central del Círculo de Viena, un influyente grupo de pensadores del positivismo lógico que buscaba limpiar el lenguaje de la ciencia de toda ambigüedad metafísica. No obstante, con el tiempo, incluso los propios representantes de esta corriente reconocieron que el criterio de verificabilidad era demasiado rígido y que muchas afirmaciones útiles —incluso en ciencias empíricas— no podían ser verificadas directamente, sino solo confirmadas parcialmente o falsadas.

A pesar de sus límites, el verificacionismo dejó una huella decisiva en la filosofía de la ciencia. Nos obligó a pensar críticamente sobre qué entendemos por conocimiento válido, cómo diferenciamos lo científico de lo especulativo y cuál es el papel del lenguaje en la construcción de la verdad. En cierto modo, el legado del verificacionismo no está en su dogmatismo original, sino en el desafío que nos plantea: ¿cómo sabemos que lo que decimos tiene sentido? ¿Qué criterios usamos para darle valor de verdad a una afirmación? ¿Y cómo podemos distinguir entre lo que puede ser conocido y lo que solo puede ser creído?

En tiempos donde abundan las opiniones sin fundamento, las posverdades y los discursos emocionales disfrazados de hechos, recuperar la exigencia crítica del verificacionismo puede ser un ejercicio saludable. No para excluir todo lo que no pueda probarse, sino para recordar que el pensamiento riguroso comienza cuando nos preguntamos: ¿cómo sabemos lo que decimos que sabemos?

Metodología como disciplina filosófica

 

La metodología, más que un conjunto de procedimientos técnicos, es una forma de pensar. En su esencia más profunda, no se limita a organizar pasos para investigar, ni a aplicar recetas para obtener datos: es una reflexión crítica sobre cómo conocemos, por qué creemos que ese conocimiento es válido y cuál es la lógica que justifica nuestros métodos. En este sentido, la metodología trasciende lo instrumental para situarse en el plano filosófico. Se convierte en una disciplina que interroga los fundamentos del saber, que articula el pensamiento científico con las grandes preguntas epistemológicas que la filosofía ha planteado durante siglos.

Quien se acerca a la metodología como simple técnica se pierde la riqueza de su dimensión filosófica. Porque toda elección metodológica —por más técnica que parezca— está cargada de supuestos: ¿qué entiendo por verdad?, ¿qué considero como evidencia?, ¿es posible un conocimiento objetivo o todo saber está mediado por la interpretación? Estas preguntas no se responden desde el laboratorio ni desde la estadística, sino desde una mirada filosófica que problematiza el acto mismo de conocer. En esa medida, la metodología no es neutral: refleja visiones del mundo, marcos teóricos, compromisos éticos y horizontes de sentido.

Etimológicamente, el término “metodología” proviene del griego methá (más allá, cambio) y logos (razón, estudio). Esta raíz no es trivial: señala que la metodología implica siempre un movimiento, una transformación racional del conocimiento. Y es que, en el fondo, investigar es transformar: transformar lo desconocido en comprensible, lo confuso en claro, lo empírico en estructurado. Y esa transformación requiere mucho más que seguir reglas: exige comprender los principios que sustentan esas reglas, cuestionarlas cuando es necesario, y construir un camino metodológico coherente con la naturaleza del fenómeno estudiado.

En el campo de las ciencias sociales, esta dimensión filosófica cobra una relevancia aún mayor. Aquí no estudiamos átomos o células, sino sujetos, culturas, conflictos, sistemas de poder. El investigador no es un observador externo, sino parte de la realidad que estudia. Por eso, la metodología social no puede ser ingenua ni automática. Requiere conciencia crítica, sensibilidad interpretativa y una postura epistemológica clara. La elección entre un enfoque cualitativo o cuantitativo, entre una perspectiva hermenéutica o crítica, no es simplemente técnica: es una declaración filosófica sobre cómo concebimos el conocimiento, la verdad y la realidad.

Al comprender la metodología como disciplina filosófica, nos damos cuenta de que investigar no es simplemente aplicar un método, sino pensar metodológicamente. Es decir, pensar los métodos. Cuestionarlos. Justificarlos. Adaptarlos al objeto de estudio. Ser conscientes de sus límites. Y, sobre todo, actuar con coherencia entre los fines del conocimiento y los medios utilizados para alcanzarlo. Esta conciencia metodológica es lo que distingue al técnico del investigador, al operador del pensador.

En tiempos donde la rapidez, la producción en masa de datos y la aparente neutralidad científica parecen dominar la escena, reivindicar la metodología como disciplina filosófica es un acto de resistencia intelectual. Es recordar que conocer no es solo acumular información, sino comprender el mundo con profundidad, sentido y responsabilidad. Es reconocer que cada método encierra una visión del ser humano, de la sociedad y del conocimiento, y que elegirlo implica comprometerse con esa visión.

Por eso, la metodología merece ser enseñada, estudiada y practicada no solo como un instrumento, sino como una actitud filosófica frente al conocimiento. Una actitud que combina rigor, duda, creatividad y conciencia crítica. Porque solo así podremos formar investigadores capaces no solo de aplicar técnicas, sino de pensar con autonomía, de crear conocimiento con sentido, y de contribuir a una ciencia más ética, más humana y más transformadora.