miércoles, 23 de abril de 2025

DIOS DA QUÉ PENSAR

DIOS DA QUÉ PENSAR

Por: José César Guzmán Núñez

“¿Quiere Dios prevenir el mal, pero no puede? Entonces no es omnipotente.
¿Puede hacerlo, pero no quiere? Entonces no es benevolente.
¿Puede y quiere hacerlo? ¿Entonces por qué existe el mal?”
Epicuro (atribución por Lactancio, De Ira Dei, cap. XIII)

El martes 8 de abril de 2025, una noche que debía ser de esparcimiento se convirtió en horror. Un hecho violento en la discoteca Jet Set, en pleno centro de Santo Domingo, cobró vidas y dejó heridas abiertas en familiares y en toda la sociedad. Ante una tragedia así, resurgen las preguntas más profundas, las que ningún parte policial ni discurso político puede responder. ¿Por qué permite Dios que ocurran estos males? ¿Dónde estaba Dios esa noche?

No es una interrogante nueva. El filósofo griego Epicuro (341–270 a.C.) la formuló con la precisión de un bisturí lógico. Su trilema —una encrucijada de tres premisas— sigue siendo una de las críticas más incisivas a la noción de un Dios todopoderoso y absolutamente bueno:

  1. Dios es omnipotente (todo lo puede).
  2. Dios es omnibenevolente (todo lo bueno quiere).
  3. El mal existe.

Estas tres afirmaciones, tomadas juntas, parecen incompatibles. Si Dios puede y quiere eliminar el mal, ¿por qué sigue existiendo?

La herida de la razón

Epicuro no negaba la existencia de los dioses, pero los concebía como seres perfectos que viven en ataraxia, ajenos al mundo humano. Su conclusión era inquietante: si los dioses no intervienen, entonces estamos solos ante el mal. Y si lo hacen, ¿por qué permiten que el dolor inocente —como el vivido esa noche trágica— ocurra?

Este dilema ha ocupado a pensadores durante más de dos mil años. Intentar resolverlo dio origen a lo que hoy llamamos teodicea (del griego theos, Dios, y dikē, justicia): el intento de justificar a Dios ante la existencia del mal.

La teodicea de Agustín: el mal como privación

San Agustín de Hipona (354–430), uno de los primeros en enfrentar el trilema desde el cristianismo, argumentó que “el mal no es ninguna sustancia, sino la perversión de la voluntad que se aparta de la sustancia suprema” (Confesiones, VII, 12). Para él, Dios creó todo bueno; el mal surge cuando las criaturas libres eligen mal. La libertad es un bien mayor, y sin ella no existirían la virtud, el amor ni la redención. El precio de la libertad es la posibilidad del pecado.

 

Leibniz: este es el mejor de los mundos posibles

Gottfried Wilhelm Leibniz (1646–1716), en su obra Ensayos de Teodicea (1710), no eludió el dilema, sino que propuso una solución audaz: Dios eligió crear “el mejor de los mundos posibles”. Para Leibniz, entre todos los mundos que Dios pudo haber creado, eligió aquel que contenía la menor cantidad de mal necesaria para el mayor bien. Así lo resume:

“Dios ha escogido lo mejor entre todos los mundos posibles… el universo debe ser preferido a cualquier otro posible” (Teodicea, §225).

Para él, incluso los males más terribles pueden formar parte de un todo armónico que nuestra mente finita no alcanza a comprender. Pero el mal sigue siendo real, y en ocasiones —como en Jet Set— insoportable.

Tomás de Aquino: un orden que incluye el mal

Santo Tomás de Aquino (1225–1274) profundizó en la tradición agustiniana y agregó un enfoque naturalista. En la Summa Theologiae (I, q. 48, a. 1), afirma que “el mal es la privación de un bien debido”. El mal no tiene ser propio: es como la oscuridad, que no existe por sí misma, sino como ausencia de luz. Dios, sostiene Tomás, no causa el mal, pero lo permite porque puede sacar bienes mayores de él. Incluso el mal físico (sufrimiento, muerte) puede contribuir al bien común del universo, en un orden que sólo la inteligencia divina comprende.

La tragedia y la pregunta que permanece

Frente al trilema de Epicuro, estos pensadores no renuncian a ninguna de las tres premisas. En cambio, reconfiguran nuestra comprensión del mal: no como creación divina, sino como una consecuencia de la libertad, la finitud o el orden universal. Pero en momentos como el del 8 de abril, cuando la sangre inocente se derrama, sus explicaciones parecen apenas bordear el dolor humano.

¿Dónde estaba Dios esa noche? La teología dirá: acompañando en silencio. La filosofía, más cauta, dirá: aún lo estamos pensando. Como escribió Leibniz:

“Aun cuando a veces el curso de las cosas parezca confuso y cruel, no hay que desesperar; la sabiduría divina ve más lejos de lo que nuestra razón alcanza” (Teodicea, §120).

No hay consuelo fácil. Pero pensar el mal es, también, una forma de resistirlo. Si no podemos eliminarlo, ya que Dios lo ha permitido, al menos podemos no callar. Porque lo que ocurrió en Jet Set es un nuevo grito lanzado contra el misterio del mal —un misterio que sigue doliendo, pensando y, quizás, exigiendo fe.

 

 

 

martes, 1 de abril de 2025

LOS IMPERATIVOS CATEGÓRICOS EN LA FILOSOFÍA DE KANT: CLAVE DE LA MORAL UNIVERSAL

 En su teoría ética, Immanuel Kant sostiene que la razón práctica se manifiesta a través de juicios, entendidos como afirmaciones en las que un concepto se vincula con otro. A diferencia de la razón teórica, que se orienta a explicar fenómenos naturales, la razón práctica se orienta a guiar nuestras acciones a partir de principios racionales. De esta manera, surge el concepto de imperativo como una expresión del deber moral que no depende de la experiencia, sino de la estructura racional de la voluntad.

El imperativo es una forma de conocimiento práctico que orienta lo que debe hacerse. No todo juicio práctico constituye un imperativo, pero todo imperativo implica una exigencia racional que dirige la acción.

Kant distingue dos tipos fundamentales de imperativos. Los hipotéticos son aquellos que ordenan una acción como medio para alcanzar un fin específico. Por ejemplo, si se desea recuperar la salud, es necesario tomar una determinada medicina. Estos imperativos están condicionados por una finalidad concreta y su validez depende de la voluntad de alcanzar ese objetivo.

En cambio, los imperativos categóricos no dependen de ningún fin externo ni de consideraciones utilitarias. Se imponen por sí mismos y ordenan una acción como necesaria sin condición alguna. En ellos reside el fundamento de la moralidad. El imperativo categórico establece una regla de validez universal que debe aplicarse a cualquier sujeto racional, independientemente de sus intereses particulares.

Kant formula su principio moral del imperativo categórico con la siguiente expresión: “Obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que se convierta en una ley universal.” Esta formulación resume su idea de una ética racional que no se basa en inclinaciones ni en consecuencias, sino en la coherencia interna del deber.

El imperativo categórico se sostiene sobre dos pilares esenciales: la autonomía, como capacidad del ser humano de legislar moralmente por sí mismo, y la universalidad, como criterio racional para validar la moralidad de una acción. En esta lógica, actuar moralmente implica considerar si la regla que guía nuestra acción podría aplicarse a todos sin contradicción.

Kant también resume esta idea en una máxima ética de raíz práctica y filosófica: “No hagas a otros lo que no quieras para ti.” Esta frase condensa la exigencia de coherencia y respeto por la dignidad del otro como igual. Actuar moralmente no es simplemente seguir normas externas, sino vivir conforme a principios que puedan ser compartidos por toda la humanidad.

La ética kantiana, basada en el imperativo categórico, propone una moral racional, autónoma y universal. Frente a un mundo donde las decisiones éticas se ven con frecuencia afectadas por intereses individuales o pasiones momentáneas, Kant nos recuerda que actuar éticamente es asumir con responsabilidad la dignidad del ser humano y la fuerza racional del deber.

 

lunes, 31 de marzo de 2025

LA FILOSOFÍA ANTE LA TRANSFORMACIÓN DEL SER HUMANO EN EL SIGLO XXI

En la actualidad, uno de los mayores retos de la investigación filosófica es lograr que sus reflexiones sean escuchadas y comprendidas en una sociedad que, cada vez más, se deja seducir por el discurso técnico, pragmático y utilitario. Las ideas puramente teóricas parecen carecer de aplicación inmediata, y eso dificulta su recepción por parte del público general.

Sin embargo, la filosofía continúa teniendo una función crítica imprescindible: cuestionar las bases éticas, políticas y existenciales del accionar humano. En particular, resulta urgente reflexionar sobre el impacto de las nuevas tecnologías, sobre la dignidad de la persona, la libertad individual y los valores que sustentan nuestra convivencia.

Por ejemplo, el transhumanismo —una corriente que defiende la mejora radical de las capacidades humanas mediante la tecnología— plantea interrogantes éticos complejos. ¿Hasta dónde es aceptable intervenir el cuerpo humano? ¿Qué ocurre con la identidad personal cuando modificamos el cerebro o implantamos dispositivos que alteran emociones, pensamientos o comportamientos?

Los avances en neurociencia, biotecnología y robótica ya no pertenecen al terreno de la ciencia ficción; están transformando nuestras vidas y nuestra comprensión de lo que significa ser humano. Ante ello, la filosofía debe posicionarse no como mera espectadora, sino como una guía crítica que promueva la reflexión ética y humanista.

Educar para pensar críticamente, para cuestionar lo establecido y para actuar con responsabilidad es uno de los desafíos más nobles y urgentes que tiene hoy la filosofía. No se trata de oponerse al progreso, sino de orientarlo al servicio de la dignidad, la justicia y la libertad.

REFLEXIÓN SOBRE LA NEUROÉTICA Y SUS IMPLICACIONES PARA LA ÉTICA

La neuroética, en la actualidad, se entiende desde una perspectiva dual: por un lado, como la ética de las neurociencias, y por otro, como la neurociencia de la ética. Se trata de una rama emergente de la bioética que ha experimentado un notable desarrollo en las últimas décadas, posicionándose como un campo de estudio relativamente nuevo y en constante evolución.

Este crecimiento ha sido impulsado, en gran parte, por los avances tecnológicos en el ámbito de la investigación cerebral, especialmente en lo referente a las técnicas de formación de imágenes del cerebro. Estos avances han permitido un incremento significativo del conocimiento sobre el funcionamiento del cerebro humano. No obstante, también han generado una serie de dilemas éticos profundos, tanto en lo que respecta a los métodos utilizados para obtener dicho conocimiento, como en su posterior aplicación.

En este contexto, la neuroética surge como una disciplina crítica que busca delimitar lo técnicamente posible de lo moralmente aceptable. Por ejemplo, plantea preguntas fundamentales como: ¿Hasta qué punto es ético modificar el cerebro mediante psicofármacos con el fin de inducir cambios en el comportamiento? ¿Dónde se trazan los límites entre la mejora cognitiva y la manipulación de la identidad personal?

La neuroética se trata en consecuencia de una brújula ética, ayudando a orientar el uso responsable del conocimiento neurocientífico en beneficio de la humanidad, sin perder de vista los principios fundamentales de la dignidad, la autonomía y el respeto por la persona.